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Estamos probablemente asistiendo a la más importante revolución tecnológica que ha vivido el ser humano y la tercera de los últimos doscientos años.

El vapor y posteriormente la electricidad posibilitaron la sustitución de la fuerza del trabajo animal por las fuentes de energía fósil. Unos años después el desarrollo de la electrificación en las sociedades preindustriales facilito la mecanización de procesos productivos y la urbanización.

A finales del siglo XIX e inicios del XX los colectivos humanos que procedentes de la agricultura se sumaron a los procesos industriales constituyeron lo que primero fueron las masas obreras y más adelante las clases medias. Pasaron de ser productores a consumidores. Este proceso se consolidó con la llegada de la tecnología.

La producción masiva, que también la tecnología posibilitaba, reducía el coste de cada unidad producida haciendo asequibles estos productos para la mayoría de la población. Las masas obreras pronto se convirtieron también en masas consumidoras, y la clase media pasó a ser el grupo social más preponderante y emprendedor.

No debemos olvidar que cada una de los procesos de transición genera tensiones. En cada fase de innovación surgen colectivos que la perciben como algo destructivo, antinatural y amenazante y que consideran que es necesario luchar contra ella para preservar el orden social. Siempre existen “perdedores” pero el progreso finalmente resulta imparable.

La actual revolución tecnológica, la que estamos viviendo en los últimos 20 años, y que ha cambiado para siempre nuestras vidas, la llamada tecnología de la información y de la comunicación, está provocando también tensiones, desequilibrios sociales e injusticias que afectan a muchos colectivos. Sin embargo, hoy, el desarrollo social hace que estas tensiones (excepto en momentos puntuales) se muestren de formas menos virulentas, lo que no significa que no existan.

La última fase de esta revolución (la que estamos viviendo) va a suponer (como ya he expuesto en otros artículos publicados en mi blog), la reducción del volumen de empleos que son necesarios socialmente y hará posible que el concepto de trabajo, tal como lo hemos conocido desaparezca. El cambio está ya con nosotros. Muchos profesionales han perdido o van a perder su empleo (tradicional) y van a tener que o bien engrosar los colectivos en situación laboral flexible y precaria o bien desarrollar su vida profesional en formas de trabajo autónomo, e independiente.

Hemos de ser conscientes de que para el desarrollo de los procesos productivos vamos a precisar cada vez más un número menor de trabajadores manuales.

Recordemos que este proceso es el fundamento último de la tendencia, a la que estamos asistiendo en los últimos años. Un proceso a corto plazo imparable que, al reducir sustancialmente las clases medias, de facto tiende a consolidar las desigualdades sociales.

Así pues, el empleo lentamente desaparece y la clase media se precariza. Estamos creando unas estructuras sociales centradas básicamente en los servicios en los que los empleos son de baja calidad, con todos los efectos perversos que ello provoca empezando por poner en cuestión la propia estructura del «estado del bienestar».

En este sentido os invito a leer lo que ya he escrito en http://pauhortal.net/blog/el-trabajo-en-el-siglo-xxi-hoy/. La consecuencia es que las nuevas generaciones hayan tenido que cambiar su visión y su percepción sobre el concepto de empleo, que tengamos que replantearnos la realidad del llamado estado del bienestar y que cada vez tengamos que vivir con estructuras estatales más grandes y dimensionadas que terminan por ser los primeros empleadores. No que no es ni bueno ni malo pero si que supone un cambio de paradigma radical sobre lo que estamos acostumbrados a vivir.

Y lo más duro es que probablemente vamos a dejar a las próximas generaciones (mientras el proceso no termine resolviéndose de alguna manera) un futuro probablemente peor.