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Alguien me ha recordado recientemente que en Julio del 2008, se firmó por parte del Gobierno y de los Interlocutores Sociales un acuerdo en el que reflejaban la necesidad de avanzar en el diálogo social.

Dieciocho meses después, como somos perfectamente conscientes, todo sigue básicamente igual:  el número de desempleados se ha probablemente triplicado y nos hemos convertido en el líder en destrucción de empleo en el mundo.

Y mientras tanto el proceso al que recordemos se comprometieron las partes en Julio del 2008 ha seguido bloqueado, con responsabilidades evidentemente compartidas, a salvo de un acuerdo reciente sobre negociación colectiva que, en mi opinión, tampoco supone grandes avances en esta materia.

Traigo a colación este tema como consecuencia de lo formulado recientemente (mensaje de fin de año), por parte de nuestro Presidente, en el sentido de que el ejecutivo propondrá, durante el transcurso del presente mes de enero, sus propuestas sobre la reforma de la legislación laboral que serán trasladadas para su discusión en la mesa del citado diálogo social. En este anuncio no se ha formulado por parte de Zapatero ninguna consideración al respecto de si dichas propuestas se convertirían en norma en el caso de no acuerdo por parte de los interlocutores sociales, pero tampoco se ha planteado que esto no fuera así.

He reiterado suficientemente mi criterio de que el Gobierno debería de llevar a cabo su propia reforma, si los agentes sociales no son capaces de alcanzar un acuerdo, y que debería exigírsele el no abandono de sus responsabilidades. También me he manifestado en el sentido de que, con todas las dificultades inherentes al contexto y las salvedades que resulten pertinentes, el modelo de reforma debería de intentar parecerse en la mayor medida posible a lo que viene denominándose el modelo holandés.

Durante las últimas tres décadas, Holanda ha experimentado una serie de reformas profundas que han permitido mantener el desempleo en los niveles más bajos de la Unión Europea (actualmente, en un nivel inferior al 33% del alcanzado en España) y conseguir una mayor sostenibilidad a medio plazo del Estado del bienestar. La reforma más reciente, en marzo de 2009, introdujo un aumento paulatino de la edad de jubilación de los 65 a los 67 años. Pero más allá del contenido de una u otra reforma, lo importante es que la mayor parte de ellas se han llevado a cabo con el acuerdo de los agentes sociales.

Los secretos de este éxito son dos: el papel activo de los sucesivos Gobiernos, de todo signo, y un marco institucional adecuado. En Holanda, el diálogo social es un asunto de tres, no un acuerdo bilateral entre agentes sociales con poder de veto. Desde principios de los años ochenta, el Gobierno ha adoptado un doble papel en el diálogo social: en primer lugar, fija los temas y la agenda de reformas a considerar que traslada a los agentes sociales, en segundo término impone unos determinados mínimos; por último traslada su posición a las partes para que estas negocien las medidas concretas o complementarias. Si no se alcanza un acuerdo el Gobierno se compromete a realizar las reformas que tiene previstas por su cuenta utilizando su fuerza en el parlamento.

Evidentemente este no ha sido el modelo español y mucho menos en la etapa reciente. Recordemos en este punto el compromiso adquirido por el Presidente de no regular sobre esta materia sin el acuerdo previo de los interlocutores sociales.

Esta amenaza implícita, aparte de cambiar el rol de cada parte, les obliga a tener en cuenta los intereses de los grupos no directamente incluidos en el diálogo social: los desempleados, los jóvenes, los que no están plenamente integrados en el mercado de trabajo. Al mismo tiempo obliga también al Ejecutivo a adquirir compromisos y a ofrecer concesiones que favorezcan el diálogo y el acuerdo y que les permite «vender» a los interlocutores sociales el acuerdo final como una victoria. Por ejemplo, en 1996 se alcanzó  el llamado Acuerdo Flex en el que los agentes sociales aceptaron una mayor flexibilidad en los contratos permanentes a cambio de la mejora de la protección legal de los trabajadores con contratos atípicos (temporales y a tiempo parcial). Este acuerdo permitió que la tasa de temporalidad no creciera significativamente.

Este ejemplo proporciona lecciones claras sobre cómo relanzar el diálogo social en España. La estrategia en este campo del Gobierno español debe cambiar. En lugar de actuar como espectador, debería presentar un catálogo amplio de reformas laborales que repartieran el coste de la crisis entre todos los participantes, ofreciendo soluciones para los que están cargando con el mayor peso, es decir, los desempleados y los empleados temporales. Además, el debería anunciar su voluntad política de llevar a cabo estas reformas si los agentes sociales no consiguen un acuerdo y guardarse las contrapartidas que le quedan. No como ha hecho en 2009 en el que ha ido ampliando la cobertura del desempleo (por ejemplo) de forma unilateral y sin contrapartidas de ningún tipo.

Y en este ámbito no me resisto a plantear como punto de partida de lo que debería de ser, en mi criterio la propuesta gubernamental, la recogida en el informe del llamado grupo de los 100. Esta propuesta (lanzada en el primer trimestre del año pasado) se fundamentaba en 4 ejes: un contrato laboral único con indemnización creciente en función de la antigüedad, (con varios planteamientos posibles sobre la forma de financiar esta indemnización), el cambio en la estructura real de los procesos de negociación colectiva, (muchos más amplios que el acuerdo de mínimos recientemente acordado por las partes), la reforma de las políticas activas de empleo, (con la consiguiente racionalización y reestructuración del ámbito competencial y de asignación de recursos en este ámbito) y un cambio de enfoque en la protección del desempleo (que deje de ser percibido como un derecho subjetivo y que incentive la formación, el reciclaje y la actividad en el proceso de búsqueda).

Probablemente estos cambios deberán ser desarrollados y estructurados con una única prespectiva. La de acabar con la excesiva dualidad en el mercado laboral entre un segmento rígido, de alta protección, y una periferia excesivamente flexible, en la que ni trabajadores ni empresarios tienen incentivos para invertir, dada la improbabilidad de que el contrato se convierta en indefinido. Este hecho que supone hoy la mayor desigualdad existente en nuestro mercado de trabajo, y que es necesario corregir lo más rápidamente posible, es probablemente el único diagnóstico de la situación compartido por todos.

Las propias organizaciones sindicales lo comparten aunque no aceptan las soluciones propuestas en el citado informe. En  su declaración conjunta de Marzo de este año señalaban la necesidad de incrementar los mecanismos de «flexibilidad interna» de las empresas y de reducir la precariedad. Por tanto, no parece que un acuerdo a la holandesa que dé más flexibilidad al mercado de trabajo a la vez que incremente la protección de los que están excluidos de los contratos indefinidos sea inviable.

Si es evidente que el diálogo social para que sea diálogo tiene que ser un baile para tres, lo que evidentemente dificulta el acoplamiento, no lo es menos que en el baile (y aunque sea algo más difícil cuando tres son los participantes) hay una figura que dirige el juego y otra que acepta la dirección.

Esperemos que definitivamente nuestro gobierno no renuncie a sus responsabilidades y se ponga de verdad a «dirigir el baile». Hemos perdido un tiempo precioso y hoy probablemente seria el momento de validar las medidas y de efectuar las correcciones oportunas. Soy de los que pienso, de hecho lo he expresado en reiteradas ocasiones, que en esta materia es mucho mejor la prueba, la experimentación que la inanición.