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Desde el inicio de la democracia y fundamentalmente desde la crisis de primeros de los 90, y las reformas del marco legal laboral que se introdujeron en aquel momento, la sociedad española viene conformándose con una situación especial en su mercado de trabajo que hemos venido en denominar mercado dual.

En este mercado se distingue cada vez con mayor nitidez una dícotomia entre el conjunto de trabajadores de determinados colectivos empresariales o sectoriales y los vinculados a la administración pública en todos sus ámbitos, que disponen de una relación contractual permanente y una alta protección social (cuando no de una seguridad a prueba de bomba) frente a un universo laboral cada vez más amplio de trabajadores temporales, con niveles mínimos de seguridad, salarios bajos y sin derechos acumulados, muchos de ellos (además) concentrados en la población joven y procedentes de los flujos migratorios que hemos recibido en los últimos años.

Esto hecho que ha sido remarcado y señalado en el último año por todos los teóricos, como una de las ineficiencias más graves de nuestro mercado de trabajo, conlleva que en situaciones como la actual se produzca, en primer lugar, un proceso de reestructuración o reducción de los contratos temporales y como consecuencia un incremento del % en la relación entre trabajadores permanentes con los eventuales. Sin embargo, no nos engañemos.

El fenómeno de la dualidad en el mercado de trabajo, muy relevante en nuestro país, (que no se manifiesta con esta magnitud en el resto de la UE) lamentablemente no aparece con claridad en ninguna de las propuestas con posibilidad de consenso que nos consta existen encima de la mesa del diálogo social. Tampoco forma parte de las que parece que el ejecutivo se ha comprometido a formular en los próximos días.

Y sin embargo es un problema que está exacerbado las hipótesis sociológicas que afirman que, a medio plazo, la contratación permanente en las sociedades industrializadas quedará reducida a un grupo limitado de privilegiados.

Si la situación mundial del mercado de trabajo y el impacto de la crisis no hacen más que agudizar estos temores, ello puede conllevar, entre otros efectos, la desaparición de las clases medias (por lo menos tal como las conocemos en este momento) e invertir la tendencia que se ha producido básicamente en Europa después de la segunda guerra mundial, centrada en la igualación de los niveles de renta entre las distintas clases sociales.

Mientras llega, la solución final al proceso de diálogo social, deseo apuntarme claramente a la idea de que este tipo de tendencias sólo pueden corregirse, o en todo caso equilibrarse o minimizarse, con la creación de figuras contractuales claras y que eviten la desigualdad/dualidad.

Necesitamos introducir claridad en las formas de contratación en nuestro mercado de trabajo. Un contrato único con costes de extinción/salida claras y entendibles por todos podría ser una de ellas.

La introducción de este tipo de contrato debería de instrumentarse en paralelo a una reforma contractual del empleo en el conjunto de la administración pública tendente a que ésta tuviese, en la medida de lo posible, una regulación contractual similar a la regulación del sector privado. Estas dos medidas (sin duda difíciles de implantar pero que sin lugar a dudas generarían a medio plazo grandes beneficios), favorecían el incremento de las contrataciones empresariales, la flexibilidad que éstas necesitan, y  evitarían el mantenimiento de una de las más grandes desigualdades que tenemos en nuestra estructura social.

Una desigualdad que se soporta en la situación de inestabilidad laboral, que se ve impactada permanentemente por situaciones de desempleo sin protección social, en la que el concepto de empleabilidad resulta muy díficil de implementar, que afecta a un colectivo cada vez más grande de trabajadores. Un colectivo de «segunda» que se ve enfrentado a otro que tiene la suerte de disponer de un marco laboral permanente y estable.

Los costes de la crisis deberían de ser asumidos o compartidos por todos o por casi todos.

Si esto no es así correremos el riesgo de incrementar las desigualdades sociales, con todos los efectos “perversos” que ello puede conllevar.