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No hay ninguna duda de que como consecuencia de la pandemia estamos asistiendo al impulso de una serie de cambios vitales y económicos, probablemente sin parangón si los comparamos con los que hemos vivido la generación que hoy nos definimos como seniors.

Unos cambios además que se están agudizando por la presencia y el impacto del cambio climático que ya tenemos entre nosotros. 

Aunque podamos aplicar la norma del «dos pasos adelante y uno atrás», todo se acelera, aunque esta aceleración puede incluso ser positiva si nos obliga a reaccionar adecuadamente. Aún estamos a tiempo para trabajar seriamente por un futuro tecnológico, capaz de ofrecer oportunidades de desarrollo al ser humano. Todavía estamos a tiempo para minimizar los efectos del cambio climático. La tecnología puede sernos de gran ayuda.


Recordemos que lo que está en juego, a corto plazo, es el estado del bienestar y sus garantías, y a medio incluso, la supervivencia de nuestra especie.


En los post anteriores de esta serie he hecho una referencia a Keynes que en 1930 (en plena crisis del 1929) desarrolló el concepto del desempleo tecnológico y formuló una predicción de que en 100 años (¿2030?) la humanidad entraría en una era de la abundancia en el momento en que las maquinas fueran capaces de sustituir al trabajo humano. ¡Nos quedan 8 años! Y no sé si muchos de nosotros pensamos que éste es el futuro que queremos y deseamos suponiendo que fuera posible.

Mientras este futuro se acerca lo cierto es que cientos de ocupaciones laborales (trabajos) desarrollados en términos de empleo pierden sentido y pueden ser fácilmente sustituibles por robots o por desarrollos tecnológicos basados en la inteligencia artificial. Este proceso provocará la perdida de sentido de una gran mayoría de las ocupaciones (empleos) existentes hoy. Muchos de los empleos hoy existentes pierden sentido y muchos de ellos van a simplemente desaparecer en los próximos años. Creo que muchos deberían de tomar consciencia de lo que ello va a suponer a nivel de impacto individual (en las personas afectadas) y colectivo (en el conjunto social). 


A modo de ejemplo. ¿No es ya el momento en que empecemos a centrar el objeto de las políticas sociales en la persona y no en el trabajo/empleo?


Situados en el plano individual cabe plantearse si el ser humano desarrolla actividades laborales (trabajos) para vivir o vive para trabajar. Y ello nos lleva desde el análisis de la satisfacción y motivación personal ante los roles que asume el ser humano, como a la revisión de los ámbitos de la gestión y organización para que estas actividades “obligadas” sean eficientes.

En este contexto deberíamos empezar a plantearnos (dentro del marco de la reforma laboral que sigue en proceso de negociación) cuestiones como:

  1. Si no deberíamos de empezar a cuestionar el concepto tradicional de empleo.
  2. Si tiene sentido seguir pensando en la jornada de 8 horas/40 horas semanales.
  3. Si debemos crear “actividades» con criterios diferentes e incluso sin valor económico y/o social.
  4. Si no necesitamos modificar el concepto de productividad y el de su medida.
  5. Si no estamos abocados a crear un modelo de cobertura social centrada en el individuo y no en las actividades laborales que puntualmente pueda desarrollar. 

Paralelamente, a nivel social comenzamos a tener que afrontar retos impensables hace tan sólo 10 años. Desde la convivencia real de 4 distintas generaciones como consecuencia de la presencia del factor longevidad, la posibilidad de desarrollar actividades basándonos en certezas (datos) y no en intuiciones, y la necesidad de generar entornos de convivencia entre seres humanos y los robots/inteligencia artificial etc., entre otros. Lamentablemente tenemos la certeza de que ninguna de estas cuestiones forme parte de los debates que se están desarrollando entre el gobiernos y los interlocutores sociales para definir la futura legislación laboral.

Mientras tanto las cosas estan cambiando. Vivimos cambios estructurales y organizativos de una dimensión brutal. Debemos asumir que debemos adaptar los modelos educativos y organizativos para que los individuos podamos dotarnos de las competencias que demanda el futuro. Un modelo que debería ajustarse a lo que Andrés Ortega ha denominado 10 mandamientos de la transformación digital, accesible en http://andres-ortega.com/los-10-mandamientos-de-la-transformacion-digital/ y que las de suponen el desarrollo de nuevas competencias que hoy no forman parte de las habitualmente requeridas en los entornos laborales o en todo caso lo son con perspectivas diferentes. Competencias como: Aceptación del error, Adaptabilidad, Colaboración, Comunicación, Innovación, Flexibilidad, Riesgo y Transparencia.

El futuro no lo es tanto pues ya esté entre nosotros. Y lo estamos viviendo en todos los ámbitos (como individuos y como miembros de la colectividad social y económica). Podemos gestionarlo, dirigirlo, e incluso frenarlo en algunos aspectos, pero es imparable.