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Conforme nos adentramos en el siglo XXI se hace más evidente que el estado del bienestar que determinadas sociedades construimos en los últimos 40 años del siglo XX es una realidad que deba de replantearse ya que probablemente no sea sostenible a largo plazo.

Y ello es así como consecuencia de las locuras realizadas en el periodo de la “burbuja” y de los errores cometidos en su gestión. También de factores objetivos como, por ejemplo, el alargamiento de la vida humana.

El resultado final no es otro que el de vivir en una contradicción permanente: Por una parte las fuentes de recursos destinados a financiar el «estado social» se reducen (fundamentalmente por los ajustes en los presupuestos públicos consecuentes a todo periodo de crisis) cuando, por otra, las demandas no hacen más que incrementarse. De hecho estamos constatando como el conjunto de las administraciones públicas en general y los ayuntamientos en particular terminan viéndose obligados a proponer recortes relevantes en los fondos destinados a los ámbitos sociales.

Debemos de ser conscientes que los niveles de cobertura social que hemos sido capaces de crear para determinadas capas sociales no tienen parangón en la historia y no sabemos si, lamentablemente, vamos a poder mantenerlas en el futuro.

De la misma forma que no parece que a corto plazo seamos capaces de transmitir a las generaciones futuras ámbitos de bienestar que nosotros hemos podido disfrutar, (ejemplos de ello pueden ser el descenso el los niveles salariales, el incremento del segmento de ciudadanos que viven en un entorno de pobreza etc) va a resultar muy complejo mantener con fondos estrictamente públicos los niveles de cobertura social que hemos sido capaces de ofrecer a los colectivos más desfavorecidos.

Durante los últimos 30 años el incremento de las coberturas sociales ha sido muy notable, lo que nos ha permitido crear un modelo modelo social de integración sin graves conflictos. Mantener estos niveles de cobertura nos está resultando muy difícil. Los conflictos sociales ocurridos en los últimos años en diversos países de la UE, incluido el nuestro, muestran las dificultades y los problemas que están latentes en nuestra sociedad, aunque siga sorprendiéndonos que no tengan finalmente consecuencias más graves.

Los programas de solidaridad social se han financiado fundamentalmente con recursos públicos, algo que hoy ya no es sostenible y que no va a poder mantenerse en el futuro. Estas y otras causas nos han llevado a alcanzar unos déficits públicos fácilmente sostenibles en épocas de crecimiento, pero que resultan inviables en situaciones de crisis y que difícilmente van a poder mantenerse en el futuro.

Hay quien afirma, y quizás no le falte razón, que niveles de cobertura demasiado generosos e indiscriminados pueden llegar a generar cambios no deseados en el comportamiento de las personas, agentes sociales y económicos, creando situaciones en las que los individuos se acostumbran a vivir sin ningún tipo de exigencia y compromiso personal. Un aspecto grave desde el punto de vista personal pero todavía más relevante si finalmente la suma de muchos comportamientos similares termina reduciendo la competitividad de nuestras economías. Mientras tanto no olvidemos que recortes en el gasto en servicios sociales pueden ser la base para graves conflictos si no somos capaces de cambiar la mentalidad de las personas y encontrar nuevas alternativas y nuevas fuentes de generación de recursos.

Un nuevo balance de derechos y obligaciones en el estado del bienestar futuro debe de señalarse como garante de la sostenibilidad, y dirigirse a corregir comportamientos individuales y colectivos probablemente cuestionables.

Es por ello que parece exigible una exigencia de racionalidad del gasto social, no su desmantelamiento o abolición. Lo que ya todos debemos de asumir es que ante la reducción de los presupuestos sociales, también es necesario un esfuerzo para corregir las actitudes individuales inaceptables y cambiar la conciencia social al respecto de que estas actitudes no deban de ser punibles.

Para cubrir las nuevas demandas y necesidades sociales (que por otra parte no dejan de incrementarse como consecuencia de la crisis) es necesario conseguir una mayor eficiencia en la gestión de los recursos y un mayor compromiso social de los ciudadanos de una parte y de las empresas y organizaciones por otra. Estamos en un momento en el que el debate se centra tanto en la necesidad de rediseñar el conjunto de coberturas sociales cómo en la búsqueda de nuevos fuentes de recursos con los que financiar tales iniciativas.

Y estas nuevas fuentes sólo pueden proceder del ciudadano (a través de las acciones filantrópicas y del entorno empresarial (a través de la gestión de la Responsabilidad Social Corporativa). Auguro que vamos a vivir en los próximos años un proceso en el que las empresas sustituirán sus inversiones en marketing “tradicional” por otras relacionadas con el marketing social.

La gestión de la solidaridad social es algo en lo que los ciudadanos y las organizaciones debemos implicarnos mucho más activamente, empezando por actuar como consumidores también desde una perspectiva de solidaridad. Del mismo modo la existencia de un compromiso empresarial en la gestión y la exigencia de mayores niveles de eficiencia en la gestión de los recursos públicos son ya elementos clave sin los que será imposible desarrollar acciones de responsabilidad sostenible.

No olvidemos que la Responsabilidad Social Corporativa puede ser, también, una excelente estrategia de marketing y una herramienta clave para la atracción, motivación y retención del factor humano.

Para que de todas formas este proceso sea posible es necesario continuar modificando las percepciones erróneas que todavía se mantienen en el que se denomina “mundo social” sobre la empresa, potenciar y consolidad las relaciones entre ambos mundos, además de, modificar la visión que las organizaciones sindicales tienen sobre el conjunto de actividades de RSC. .

De todas formas este proceso debe de ir parejo a un profundo cambio cultural y la creación de incentivos económicos y fiscales que favorezcan todas las iniciativas relacionadas con el mundo de las organizaciones no lucrativas: filantropía, partenariado, emprendeduria y compra social.