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La edad supone un marcador inexorable en la mayoría de las organizaciones.

Si hasta la década de los 80 del siglo pasado las posibilidades de desarrollo profesional en una organización estaban directamente relacionado con la edad y la trayectoria profesional (antigüedad), posteriormente las grandes organizaciones empezaron a adoptar sistemas que, excepto en los altos puestos directivos, facilitaban la resolución contractual de los empleados de más edad. Un proceso que se inició en los 60 años, continuó en los 55, llegando en algunos casos (sector bancario) a situaciones que afectaron a personas que sólo tenían los 52 años.

Esta estrategia esta hoy en retroceso como consecuencia de la confluencia de diversos factores: coste de estas reestructuraciones, impacto social en términos conceptual y de coste, alargamiento de la esperanza de vida, etc.  Además, de producir grandes cambios estructurales en las organizaciones y también la perdida de lo que hoy ya se denomina “talento senior”.

Ascender en los organigramas era, hasta la década de los 80-90, un proceso gradual en el que se iba ganando estatus por el camino. Hoy las organizaciones son fluidas, descentralizadas, basadas en proyectos, flexibles, organizadas en red. En consecuencia, lo que se recompensa es el conocimiento actualizado, la especialización y la flexibilidad personal, características que no suelen favorecer a los/las empleados «seniors», especialmente en áreas como la de tecnologías de la información.


En este contexto, la lealtad a largo plazo, por el contrario, es ahora menos importante, e incluso vista como un hándicap.


Sin embargo, la discriminación por razones de edad, sigue siendo perfectamente perceptible en muchas organizaciones. Si los profesionales de mayor edad suelen ser considerados incapaces de evolucionar (“los mayores no quieren cambiar y son incapaces de aprender”). La edad está muy relacionada con cómo percibimos la credibilidad/autoridad en otra persona. Así, cuando un trabajador mayor ha pasado la mayor parte de su carrera tratando de obtener experiencia y promoción, puede encontrar incómodo e injusto ser dirigido por una persona más joven por cualificada que pueda estar. Irracional pero entendible.

Esta situación lleva con frecuencia a subrayar la existencia de un choque de generaciones, tanto en la sociedad como en las organizaciones. Vivimos en un mundo sujeto a numerosas innovaciones y a continuos avances tecnológicos, que coloca en el centro del escenario la relación entre lo nuevo y lo obsoleto, entre lo que se adapta y lo que se resiste al cambio, entre lo que nos lleva al futuro y lo que se queda anclado en el pasado. En ese contexto, solemos recurrir a etiquetas como Baby Boomers, Generación X o Generación Y, que nos ayudan a hacer más visibles las diferencias generacionales. Es habitual que la gente nos defina, en primera instancia, por nuestra pertenencia a una generación tipo.


Pero ésta es una base muy débil si queremos entender correctamente lo que analizamos, y lo es aún más si queremos apoyarnos en ella para realizar políticas sociales y organizacionales.


A menudo los estereotipos referidos a la edad comparten cierto núcleo con los prejuicios racistas y sexistas, ya que  dibujan con los mismos trazos a un grupo muy dispar de personas. Los agrupan bajo el mismo rótulo y los atribuyen las mismas características, a pesar de que muchos de ellos no las comparten. Y eso es algo pernicioso, porque cuanto más se usan tales estereotipos, más comenzamos a definir a los demás (y a definirnos nosotros mismos) a través suyo, lo que puede llevar incluso a adoptar actitudes no válidas en un sistema de libertades como el democrático.

Necesitamos entornos organizativos y/o sociales en los que podamos afrontar directamente el tema de la longevidad y que consideren que los profesionales seniors son también capaces de aportar valor a las organizaciones, (y no sólo en el sector público). En definitiva, necesitamos entornos y poner en marcha estrategias que favorezcan su empleabilidad.