La respuesta a la pregunta que da título a estas reflexiones plantea grandes retos tanto a los procesos formativos como a los de orientación.
Sobre la necesidad de acercar a las entidades formativas (en todos sus niveles) a la realidad de la demanda del mercado de trabajo se ha escrito mucho y pesar del esfuerzo que en los últimos años se está desarrollando por parte de iniciativas como las que impulsa la Fundación Bertelsman, relacionada con el impulso a la formación dual, queda mucho camino por recorrer. Un camino que (de acuerdo con los argumentos que formula Eduard Jimenez) podría iniciarse por el reconocimiento, por parte de las instituciones formativas y que gestionan los procesos de orientación de quién son sus clientes.
Un proceso de cambio, que como bien sabemos aquellos que hemos tenido algún tipo de actividad en este campo, debería dirigirse más a la inserción que al acompañamiento. Hay una máxima que yo mismo he utilizado, y que a menudo parece que olvidamos, y sobre la creo que habrá un acuerdo unánime: La empleabilidad de una persona (entendida como la posibilidad de ser atractiva para dar respuesta a las necesidades del mercado) es inversamente proporcional al tiempo que ha estado en desempleo. Cómo afirma Sara de la Rica “tenemos lamentablemente mucha gente que orientar y formar y unos servicios integrados por personas con mucha voluntad y compromiso, pero probablemente incapaces para asumirlos los nuevos retos” empezando por el de orientar a las personas a formarse en aquello que el mercado realmente necesita.
Y mientras tanto seguimos discutiendo en esa materia sobre colaboración publica/privada, sobre qué tipos de perfiles y programas deben implementar cada uno de los sectores, poniendo simplemente parches cuando existen muchas experiencias interesantes que deberían de estudiarse y generalizarse (porqué han mostrado su eficacia con independencia de las características de los gestores). Deberíamos, en la línea que plantean, desde perspectivas ideológicas distintas, FEDEA y Mari Luz Rodríguez saber “que en materia de políticas activas de ocupación se puede descentralizar todo lo que se quiera” aunque evitando las redundancias y destinando los recursos a aquello que resulte relevante y que objetivamente muestre su eficacia.
Una nueva cultura que como el profesor Miguel Angel Malo afirma, pone a los sindicatos al borde del abismo. “En nuestro país los sindicatos están mal situados. Continúan centrados en proteger los puestos de trabajo en sí mismos, en unas determinadas empresas y en unos sectores cuando en el nuevo escenario es preciso que los sistemas de protección se desplacen del lugar de trabajo a la persona. Es esta la que ha de estar protegida durante su recorrido profesional”.
Es en este momento en el que quiero recordar el título de estas reflexiones: ¿Tiene el empleo futuro?
Parece que a pesar de que nuestros líderes políticos siguen enfrascados en otros problemas han empezado a aceptar que es necesario afrontar este tipo de debates y, aunque sea a nivel puramente formal, plantearse la necesidad de implantar medidas correctoras. Los cambios en las dinámicas laborales que está generando la robotización y la implantación de la Inteligencia Artificial son ya más que evidentes entre nosotros, de igual forma que estamos constatando, quizás de forma irreversible, la desaparición de las llamadas clases medias en las sociedades más desarrolladas y el incremento de la desigualdad social. Tenemos el peligro de vivir con ejércitos de desempleados estructurales (recordemos que ya podemos definir de esta forma al 50% del desempleo actual) que subsistirán a duras penas (o ni siquiera eso) mientras que verán como la desigualdad social no hace más que crecer.
Un proceso que podemos dejar sin control con lo que sabemos que terminará generando o que debemos de intentar dirigir y controlar redefiniendo el significado del trabajo y, al hacerlo, establecer nuevos criterios para la vida humana.
Recordemos que la jornada de 8 horas fue una conquista conseguida por la clase trabajadora a finales del siglo XIX cuando la gran mayoría de los trabajos/empleos estaban centrados en los entornos industriales, de la agricultura y de los servicios, desarrolladas en organizaciones «taylorizadas» que exigía una proximidad física y con un alto componente de esfuerzo de esta índole. En un mundo en el que las taras más físicas están siendo desarrollados por máquinas, ¿no tendría sentido plantearse una revisión de estos principios generales?. Recordemos que, en ningún caso, hablamos de criterios/verdades que tengan un carácter absoluto y/o universal. Después de todo… ¿por qué ocho horas? ¿Quién, y hace cuánto, definió que esa era la métrica adecuada, y para qué?. Creo que es evidente que nadie ha planteado este tipo de debates en la discusión previa al acuerdo que se acaba de cerrar relativo a la reducción de jornada. Un aspecto al que me referiré con más calma en un próximo post.
Enrique Dans se formula las cuestiones siguientes: “¿Y si la idea de un trabajo de ocho horas y con una definición determinada diese paso a otro tipo de trabajo, en el que una persona aporta cosas que un robot no es capaz de aportar, o no resulta interesante que aporte por la razón que sea? ¿Y si esa idea de productividad vinculada a horas, que de hecho siempre ha estado en cuestión, diese paso a otro tipo de aportación cuantificada en función de otros criterios, y eso llevase a que el trabajo se definiese de otra manera?»
No es un debate fácil ni de respuesta simple. Pero son claramente cuestiones que deberían de estar encima de la mesa. En otras palabras ¿no deberían de estar en el debate?. Aunque entiendo que el hecho de que nos las planteemos ya es, sin duda, un primer paso.
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