En el origen de las crisis que estamos viviendo en pleno siglo XXI hay una nueva manifestación de la desmesura, de la búsqueda infinita de omnipotencia.
Esta es una de las tesis que Nicolas Ridoux formula en su libro “Menos es más. Introducción a la filosofía del decrecimiento (Los Libros del Lince)”
Las organizaciones y empresas, empezando por las de carácter financiero, han centrado sus objetivos en la consecución de los mayores beneficios económicos posibles en un marco de crecimiento perpetuo. En esta búsqueda incesante del -cada vez más- los mercados existentes no bastaban, y hubo que crear mercados incluso donde no existían. Lo que podría incluso plantearse como un objetivo positivo, en la medida que favorecía el desarrollo económico y social de entornos menos desarrollado (tercer mundo), sus consecuencias, por la falta de un sistema de gobernanza global, han sido probablemente negativas y serán por desgracia de amplio alcance, afectando fundamentalmente a los más débiles (entendidos en este caso como individuos, o entornos geográficos).
Como consecuencia de los accidentes vividos en los últimos años hemos tenido que dar un paso atrás en este proceso de globalización sin límites. Aunque sin atacar la génesis del problema. La mayoría de los dirigentes, antes neoliberales, de repente parecen haber descubierto a Lord Keynes, por ejemplo cuando afirma: «La dificultad no es tanto concebir nuevas ideas como saber librarse de las antiguas».
¿Qué es exactamente lo que está ocurriendo en nuestros días? No estamos padeciendo una crisis sino un conjunto de ellas: crisis ecológica (energética, climática, pérdida de la biodiversidad, etc); crisis social (individual y colectiva, aumento de las desigualdades entre las naciones y en el seno de las mismas); crisis cultural (inversión de valores, pérdida de referentes y de las identidades). A las que podemos añadir una triple adicional: la climática, la de valores y la económica/financiera. Todas ellas no viven aisladas sino que son el reflejo de un problema estructural cuyo origen está en la desmesura y en la búsqueda obsesiva del «cada vez más».
Frente a esta tendencia sin freno aparecen movimientos de «decrecimiento», que proponen una crítica constructiva, argumentada, pluridisciplinar, y de rechazo con objeto de liberarnos de ese «cada vez más» y que intentan trasladarnos el concepto de que «menos es más».
¿Qué se puede decir sobre la crisis económica cuando entendemos que no es lo mismo decrecimiento que recesión? Si las condiciones ambientales, sociales y humanas impiden que siga el crecimiento, debemos anticiparnos y cambiar de dirección. Si no lo hacemos, lo que nos espera es la recesión y el caos.
Y hoy la recesión no es estricta y necesariamente sólo económica. Para empezar, deberíamos de corregir la idea del crecimiento. En una sociedad así, cuando el crecimiento falta, la situación es inevitablemente dramática. El decrecimiento es algo totalmente distinto. Significa crecer en humanidad, esto es, teniendo en cuenta todas las dimensiones que constituyen la riqueza de la vida humana.
El decrecimiento supone desacostumbrarnos a nuestra adicción al crecimiento, descolonizar nuestro imaginario de la ideología productivista, que está desconectada del progreso humano y social. Un proyecto de decrecimiento pasa por un cambio en los paradigmas sociales más consolidados, por una profunda modificación de las instituciones y un mejor reparto de la riqueza.
Mientras que la teoría del crecimiento económico pretende aliviar la suerte de los más desfavorecidos sin tocar demasiado las rentas de los más ricos, el decrecimiento pasa necesariamente por una redistribución (restitución) de la riqueza. Parte del criterio de que, en un mundo con recursos limitados, las cosas no pueden crecer de manera indefinida. Por eso, la objeción al crecimiento propone el regreso a la sobriedad, a la necesidad de compartir, y la de impulsar lo sostenible. Propugna acabar con la idea de que el crecimiento es progreso y la única condición válida para la justicia social.
De igual manera «no todo lo que reluce es oro» en la teoría del crecimiento. Como es perfectamente constatable el crecimiento económico conseguido a nivel mundial en los dos primeros decenios de este siglo no han tenido más que un leve impacto -y sólo en un pequeño puñado de países- en la reducción del número de trabajadores “pobres” mientras que los beneficios empresariales han alcanzado cotas insospechadas. Los niveles de desigualdad no sólo se han reducido sino que han crecido de forma exponencial. La recesión posterior no hace más que agravar brutalmente este problema.
Resulta ilusorio plantearse que, para que todo el mundo tenga trabajo, lo que hay que hacer es restaurar el crecimiento económico y aumentar cada vez más las cantidades de bienes y servicios producidos sin limitación alguna. Esta sobreproducción no tiene ningún sentido, no consigue incrementar sustantivamente ni el nivel ni la calidad de los empleos ofertados al margen de que compromete gravemente las condiciones de supervivencia del planeta.
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